domingo, 14 de diciembre de 2008

CIVILIZACIÓN, Lo que está mal en el islam

Por Guillermo Elizalde Monroset

En sus conclusiones, la delegación vaticana y varios representantes de esos 138 sabios proclamaron el respeto por la persona y sus opciones "en asuntos de conciencia y religión", el derecho a practicar la propia religión "en privado y en público" y el derecho de las minorías religiosas a tener sus propios lugares de culto y a no ser "excluidas de la sociedad".

O sea, que los 138 firmaron en Roma justo lo contrario de lo que defienden en La Meca.

El sultán de Sokoto y primer firmante de la Carta de los 138, Ababakar de Nigeria, es el líder musulmán de un país que aplica la sharia en 12 de sus 36 estados, que ha cerrado docenas de iglesias y escuelas no islámicas y en cuyo territorio es frecuente el asesinato de apóstatas.

Entre los referidos 138 de marras se cuenta también el clérigo Abu Solaiman, del Consejo de Ancianos Ulemas de Arabia Saudí, donde están proscritos los crucifijos, las iglesias, la misa e incluso el rezo en domicilios privados.
También el ex ministro argelino Mustafá Cherif firmó la carta, aunque aunque su país pena con entre tres y cinco años de cárcel a quien propone otra religión a un musulmán.

Yusuf al Ghoneim, ex ministro de Kuwait, es otro miembro de los 138: en su país, el Código Penal castiga la apostasía con la muerte. Uno más: el muftí de Estambul, Mustafá Çaðrici, en cuyo país los cristianos no pueden ser policías ni militares.

Apenas hay signatarios de la carta que no procedan de un país al que no se pongan graves reparos en el Anuario 2008 de la Libertad Religiosa en el Mundo.

Pero no se trata sólo de políticas nacionales ajenas a la voluntad de los firmantes. Dio su nombre a los 138 Ahmad al Tayeb, el mismo rector de la universidad egipcia Al Azhar que en 2005 lanzó una fatua contra Mohamed Hegazy por haberse convertido al cristianismo.

En cuanto a Aref Alí Nayed, padre de la misiva, director del Real Centro de Estudios Estratégicos Islámicos, repudió por "triunfalista y provocativo" el bautismo del converso Magdi Allam en el Vaticano. En fin, algo está mal en el islam cuando 138 intelectuales musulmanes apoyan una declaración en defensa de la libertad religiosa y al mismo tiempo violan o cohonestan la violación de dicha libertad en sus respectivos países.

Lo primero que falla en el islam es la relación entre razón y fe. Mahoma fundó una religión simple, más práctica que dogmática, en la que el creyente debía someterse a la voluntad de un dios allende la razón.

En Damasco y en Bagdad, el islam conoció el pensamiento helénico y la patrística cristiana.
Los filósofos mutazilíes exploraron el uso de la filosofía griega para profundizar en el islam, pero la reacción asarí y el prestigio de Algazel acabaron con los intentos de conciliar fe y razón.

La confusa idea de Averroes de que la fe podía sostener algo contrario a la razón empeoró las cosas. Alá reafirmó su voluntad arbitraria e irracional, palideció el principio de causalidad, la verdad racional quedó debilitada y el libre albedrío, menospreciado. El islam renunció a entender para creer y limitó su raciocinio a emitir jurisprudencia sobre la ley coránica.

La incoherencia de los 138 es consecuencia de esta dramática escisión entre fe y razón.

El segundo problema del islam es la relación entre religión y política. El mahometismo no es sólo una religión, sino un sistema político total que regula la vida espiritual y social.

La teología o kalam es allí una extensión de la política, porque Dios es el César, y el reino de Alá es de este mundo. La confusión de sacerdocio e imperio empieza con el propio Mahoma, que fue a la vez profeta y legislador, predicador y rey, califa y sultán.

Por consiguiente, la sharia o ley islámica, el conjunto de normas derivadas del Corán y las tradiciones de Mahoma, funciona como derecho común en los países musulmanes.
A un sistema político que se confunde con lo religioso le es esencial el dualismo, la distinción entre fieles e infieles, entre musulmán y kafir. La sharia consagra esta duplicidad, que oprime a los no musulmanes y hace de la apostasía un delito mayor que el asesinato.

Por eso los 138 subordinan la tolerancia religiosa a la supremacía islámica.

En definitiva, el islam se asienta sobre la separación de lo unido y la confusión de lo distinto.

La separación en lugar de la distinción lleva a la confusión, y la confusión en lugar de la distinción conduce a la separación. Cuando el islam separa la fe de la razón, acaba confundiendo la omnipotencia divina con la irracionalidad; cuando confunde la religión con la política, acaba separando al infiel de la comunidad social.

En el islam, la razón se encoge y deja de ser, como dijo Chesterton, el representante de Dios en el hombre; la política se agiganta y pasa a ser el reino de Dios entre los hombres. Estos dos desequilibrios culturales desatan, justifican y eternizan la violencia que periódicamente rebrota en el islam, y que describía con tristeza un cristiano de Basora:
No puedes cambiar el islam. Un día te llaman "hermano" y al otro te matan.

Si el islam ha de ser una fuerza positiva para la humanidad, es necesario que consiga una relación saludable entre fe y razón, entre religión y política. Hasta entonces, conferencias para el diálogo como la de Madrid y cartas como la de los 138 serán sólo una escandalosa incoherencia. Ahora bien, la pregunta es si el islam puede lograrlo sin dejar de ser el islam.


© Fundación Burke

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